Hace unos días falleció mi abuela a los 96 años de edad.
Para mí ha sido el cierre de una etapa de mi vida. Era la última abuela que me quedaba viva.
Mis abuelos fueron un puntal esencial en mi infancia, de hecho, casi todos los recuerdos que tengo de mi primera infancia son con ellos. Tuve a los 4 vivos y bien de salud hasta los 23 años. Los otros 3 llegaron casi hasta mi boda y no me casé joven. Mis abuelos maternos conocieron a mis hijos y tardaron 4 años más en llegar después de la boda. Vamos, que han formado parte de toda mi vida.
Esto no quita para que tuviera asumido que había llegado su momento, que no se podía pedir más, que su tiempo en esta vida que conocemos se había terminado.
Que lo tuviera asumido, tampoco hace que no duela, que no me de tristeza y que quisiera tener el apoyo de los míos en esos momentos.
Mis hijos, que la conocían bien, y que están en plena adolescencia, se negaron asistir al funeral.
Las razones que me dieron, puedo no compartirlas, pueden ser discutibles, pero eran sus razones en ese momento, y tuve que escucharlas y decidí aceptarlas en lugar de obligarles a ir a un lugar, a vivir unas emociones y unas sensaciones, a las que no se querían enfrentar.
¿Qué si me dolió? ¡Ya lo creo que me dolió!
Y me hizo plantearme algunas cosas.
Me sentí dolida porque no me querían acompañar en mi dolor y porque ni se planteaban acompañar a su abuela, mi madre, en su pérdida.
¿En serio son tan poco empáticos?
Me sentí mal conmigo misma porque no sabía transmitirles ni expresarles que para mí era importante tenerlos conmigo y que me acompañasen en ese momento.
¿Qué es lo que he hecho tan mal para que no lo entiendan con la edad que tienen ya?
Me sentí molesta porque tuve que explicar a todos los que me preguntaron por ellos en el funeral que no habían querido ir (mentir no entraba en mis planes).
¿Qué me perturbaba más, que no hubieran ido conmigo o que los demás, que no conocen tanto a mis hijos, me juzgasen por no haberlos llevado?
Luego tocó hablar y reflexionar con ellos a la vuelta sobre como me había sentido y las consecuencias que tienen las decisiones que tomamos.
Todo en esta vida es un aprendizaje.
Posiblemente, en otro momento de mi vida, yo hubiera reaccionado de otra manera completamente diferente, me hubiera enfadado, hubiera ocultado mi rabia al principio y hubiera saltado, desde ese enfado y esa rabia, a la menor ocasión.
Así que, aunque no siempre me salgan las cosas bien, me siento orgullosa de ser consciente de mis emociones, de saber ver que me perturba exactamente cuando los demás, en este caso mis hijos, no cumplen mis expectativas, por muy legítimas que sean esas expectativas.
Merece la pena observarse y realizar, poco a poco, este trabajo de autoconocimiento.
Tampoco hay que flagelarse cuando no sale bien, porque a veces te pilla con la guardia baja y no sale bien, y reaccionamos de mala manera, pero cada día tenemos una nueva oportunidad de ponerlo en práctica y evolucionar como personas y como padres.
Nos lo merecemos nosotras y se lo merecen ellos.
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